ADAPTACIÓN DEL CUENTO “Piel de asno”
Cuando el Rey se
enteró de que la Reina estaba embarazada, sintió que, por fin, el mundo era un
lugar perfecto. Su esposa, la Reina, era bella y amable, callada y discreta, y
le amaba y honraba como al más sabio y bueno de los hombres. Además, en su
reino todo era prosperidad: la guerra que, durante siglos, les había enfrentado
contra el reino vecino, no era más que un fantasma olvidado y lejano; las
cosechas eran generosas y abundantes y sus súbditos no tenían quejas ni
reproches que hacerle, y no temían más que a la inevitable muerte que, tarde o
temprano, a todos llega, igualando a ricos y a pobres, a reyes y a labradores.
Sin embargo, esta
dicha no duró mucho, porque nueve meses después, y tras un parto largo y
complicado, la Reina murió. “Ha perdido mucha sangre”, dijeron los médicos;
“Estás cosas pasan…”, añadieron. “Pero no a mí”, pensó el Rey. “No a mí”.
Entonces, cuando las matronas quisieron mostrarle a la recién nacida, su hija,
que había sobrevivido al parto y a su madre, el Rey apartó la mirada y le dio
la espalda a su pequeña heredera.
Inmediatamente, el
apesadumbrado Rey se alejó de ella y se encerró en sus habitaciones. Y, durante
semanas, apenas comió o durmió. Dejó
también de ocuparse de los asuntos del reino: se olvidó de asistir al salón del
trono, dejó de interesarse por las penas de sus súbditos y descuidó las
relaciones con los estados vecinos.
Así, y como no podía
ser de otro modo, la prosperidad de su reino muy pronto no fue más que un
borroso recuerdo del pasado: las cosechas dejaron de ser generosas y
abundantes, los súbditos comenzaron a ver a su Rey como a un déspota frío e
indolente y el fantasma de la guerra se atrincheró tras las fronteras que les
separaban del reino vecino. Y, si el mundo seguía siendo un lugar perfecto,
debía ser que habían dejado de formar parte de él.
Y, mientras todo esto
sucedía, la niña, la pequeña Princesa, fue creciendo. Gracias a la leche y a
los cuidados de las amas de cría, su blanca piel se fue sonrosando, sus
miembros adquirieron fuerza y energía y, poco tiempo después, pudieron oírse ya
sus correteos y sus juegos, quebrando el silencio sepulcral que tapizaba las
paredes frías y los largos pasillos del palacio.
El tiempo fue pasando.
Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y los meses en años.
El Rey, a pesar de que su tristeza se había vuelto lúgubre y se había adueñado
por completo de su corazón, no tuvo más remedio que regresar al salón del trono
a ocuparse de los asuntos del reino, pues los ejércitos cada vez más numerosos de
su enemigo acechaban tras los bosques y las montañas.
¿Y la Princesa…? También
por ella pasaron los días, y las semanas, y los meses, y los años. Y en todo
ese tiempo permaneció alejada de su padre, que no veía en ella más que un
recordatorio cruel y doloroso de la muerte de su esposa. Sin embargo, el paso
del tiempo fue generoso con la Princesa, pues esos días, semanas, meses y años
la fueron convirtiendo en una muchacha joven y bella. Todos los que contemplaban
su rostro, su figura y sus ademanes, veían en ellos el rostro, la figura y los
ademanes de su madre muerta. Y todos los que habían conocido a la desaparecida
reina no dudaban en admitir que la muchacha era, si cabe, aún más bella de lo
que había sido su madre.
Un día, después de
decidir sobre esto o aquello, de discutir con sus consejeros sobre el número de
caballeros necesarios, o sobre la impedimenta de los arcabuceros, o sobre el
calibre de los nuevos cañones, el Rey estaba dando un largo y solitario paseo
por las murallas del palacio. Entonces, al doblar una esquina, una turbadora
visión fantasmal apareció ante sus cansados ojos. Allí, delante de él, vestida
con un sencillo vestido de terciopelo verde, estaba su mujer, la Reina. Más
joven que cuando murió, incluso más bella aún de lo que él recordaba. Pero no
podía haber duda: los ojos eran sus ojos, el cabello era su cabello, la nariz
era su nariz, y los labios eran sus labios.
“Amada mía”, dijo él,
casi en un susurro.
“Padre”, respondió
ella.
Entonces el Rey salió
bruscamente del encantamiento en el que se encontraba inmerso. Aquella joven no
era su Reina. Aquella era, sin duda, su hija. La Princesa. Así que, con el ánimo
turbado y los pasos rápidos, corrió hacia sus aposentos, a encerrarse en ellos
durante tres días y tres noches, sin comer, ni beber, ni dormir apenas.
Sin embargo, pasados
esos tres días y esas tres noches, el Rey se decidió a salir de su encierro. Y
lo primero que hizo al hacerlo fue ir al otro extremo del palacio, a las
pequeñas y alejadas habitaciones en las que había ordenado alojar a su hija.
De un golpe abrió la
puerta. La Princesa cosía junto a la ventana, acompañada de la vieja nodriza.
Su bello rostro estaba bañado por la suave luz del ocaso, por lo que su perfil
recordaba más al de un ángel que al de una simple y mortal muchacha.
El Rey, al
contemplarla, no pudo reprimir las lágrimas. Y así, sin mediar palabra, a
grandes zancadas cruzó los pocos metros que los separaban y, sin dejar de
llorar, estrechó a su hija entre sus cansados brazos.
Desde ese día todo fue
distinto en el palacio. El Rey, como la Princesa no quería abandonar sus pequeñas
habitaciones, por las que sentía un gran apego, ocupó un pequeño cuarto
contiguo. No era más que un destartalado y polvoriento escobero, en el que hizo
instalar una cama, una silla y un pequeño lavamanos.
“Nunca más estará
lejos de mí”, repetía a todos como única explicación a sus nuevas costumbres.
Así, desde ese día,
desayunó cada mañana con la Princesa, almorzó con la Princesa, merendó con la
Princesa y cenó con la Princesa. La acompañó en sus largas sesiones de costura,
en sus paseos por el bosque cercano, y permaneció cada noche junto a su lecho
hasta que la insistencia del sueño le hubo cerrado los párpados. Y ella, pues
era tan bella por fuera como por dentro, ni una sola vez dijo ni sintió nada
que le recordase a su padre los largos años de lejanía y abandono.
“Nunca más estará
lejos de mí”, repetía el Rey, una y otra vez.
Y de este modo pasaron
de nuevo los días, y las semanas, y los meses y los años.
La Princesa era cada
día más bella; sin embargo, según su belleza aumentaba, también lo hacía su
desazón. Quería a su padre; pero teniéndolo siempre tan cerca, tan encima de
ella, sentía que le faltaba el aire. En sus sueños, tanto en los de estar
dormida como en los de estar despierta, se imagina marchándose, alejándose para
siempre de aquel palacio, del reino y, sobre todo, de su padre. Y cuando esto
soñaba se sentía como la más desagradecida y despreciable de las hijas.
A pesar de ello, una
mañana cualquiera, mientras desayunaban, y tras contemplar en reverencial silencio
como un petirrojo que se había posado en el alfeizar de la ventana levantaba el
vuelo y se alejaba, perdiéndose entre las nubes, la Princesa dijo a su padre:
“Quiero irme del
palacio”.
El rostro del Rey pasó
de la sorpresa al enojo en tan solo un instante, y del enojo al pánico en otro,
y del pánico a la tristeza en aún menos tiempo.
“¿Quieres que vivamos
en el campo?”, preguntó con la voz temblorosa.
“Quiero irme”, dijo
ella. “Yo sola”, añadió.
El Rey sintió un dolor
casi tan agudo como el que la muerte de su esposa había causado en su corazón
enamorado.
“Nunca”, dijo él.
Primero con la voz ronca y apagada. “Jamás”, exclamó después, levantándose
bruscamente de la mesa y marchándose a sus antiguos aposentos. Y, como ya sucediera
en más de una ocasión, en ellos permaneció durante un tiempo, bebiendo poco,
comiendo menos y durmiendo nada.
Cuando el Rey salió de
su reclusión, ordenó a todos los guardias, a todos los sirvientes, a todas las
doncellas y a todos los mozos que había en el palacio que vigilaran a la
Princesa día y noche y que no permitieran, bajo ningún concepto, que saliera de
él.
Además, y pues bien
sabía el Rey que con miel y caricias se consiguen más fidelidades que con correas
y palos, decidió también enviar a sus más fieles criados en busca de los más
bellos, delicados y exquisitos presentes que se pudieran encontrar en el mundo,
para con ellos agasajar a su hija y así, tal vez, borrar de su mente las ansias
de volar lejos de su paternal regazo.
De este modo, una
tarde cualquiera, el Rey hizo llamar a su hija al salón del trono. Allí delante
de todos, le entregó los cuatro regalos más bellos, delicados y exquisitos que
se habían podido encontrar en el mundo: un vestido tan dorado como el sol, otro
tan plateado como la luna y un tercero tan brillante como las estrellas. Además
también le entregó el abrigo más extraño, suave y maravilloso que jamás ojos
humanos hubiesen visto. Era un abrigo hecho con toda clase de pieles.
La Princesa aceptó los
presentes, besó a su padre y regresó en silencio a sus habitaciones. Y esa
misma noche, cuando todos dormían, cubierta bajo el cálido manto de su abrigo
hecho de toda clase de pieles, camuflada tras sus colores pardos, grises,
azulados, negros y castaños, escapó del palacio. Corrió toda la noche, y cuando
no pudo más caminó, y cuando no pudo más se arrastró como un animal perseguido.
Perdió los zapatos en el fango, su vestido de terciopelo verde se hizo jirones;
pero su abrigo nuevo, aquel abrigo hecho de toda clase de pieles, permaneció
intacto y logró mantenerla seca y caliente.
Cuando llegó el día,
en el palacio se dio la voz de alarma. Veloces corceles salieron en todas
direcciones. Los más avezados cazadores y rastreadores recorrieron cada palmo
del reino; pero de la Princesa no encontraron ni el menor de los rastros. Y no
fueron más allá del bosque ni de las montañas porque, tras ellas, les esperaban
los feroces e implacables ejércitos del reino enemigo.
Sin embargo la
Princesa sí que se aventuró a cruzar aquel bosque y aquellas montañas. Y, al
hacerlo, irremediablemente fue a caer en manos de los enemigos de su padre.
“¿Quién eres tú?”,
quisieron saber los tres rudos y mal encarados soldados que dieron con ella.
“No soy nadie”,
respondió la asustada y agotada Princesa. “Tan solo una huérfana, sin padre ni
madre”.
Ellos, admirados por
el magnífico abrigo que la cubría, ocultando de ella todo menos sus manos
arañadas y sus sucios y doloridos pies, decidieron hacer suyo aquel manto digno
de reyes que, de ningún modo, podía pertenecer a una huérfana solitaria y
andrajosa como aquella. Bajaron de sus monturas y, poco a poco, fueron rodeándola;
pero, al intentar arrebatarle el abrigo, quedó al descubierto su rostro. Y al
contemplarlo, tan triste y asustado, y a la vez tan estremecedoramente bello,
se sintieron como niños pequeños reprobados por la mirada insostenible de una
madre. Así que, devolviéndole el abrigo, y con las voces temblorosas y los
modales apocados, la subieron a una yegua grande y mansa y la condujeron al
cuartel del Príncipe, que acampaba a pocas leguas de allí.
En cuanto el Príncipe
la tuvo ante sus ojos sintió que una profunda herida se abría en su pecho. Era
el amor que se hacía hueco, que ocupaba su corazón como un conquistador
victorioso.
“¿Quién eres?”,
preguntó el Príncipe turbado.
“No soy nadie”,
respondió ella, sin levantar la vista del suelo, pues no era más que una
doncella y no sabía tratar con soldados y, mucho menos, si estos eran los enemigos
de su reino y de su padre.
“Lo eres todo”, dijo
entonces él, guiado por las palabras que el amor desbocado susurraba a su oído.
Al escucharlo, la
Princesa no pudo reprimirse y alzó la cabeza para contemplar los labios que habían
pronunciado esas palabras.
En cuanto sus ojos se
encontraron con los del Príncipe también en su pecho se abrió una herida.
“¿Quién eres?”,
preguntó entonces ella.
“Soy tu Príncipe”,
respondió él.
“Yo soy tu Princesa”,
dijo ella.
Y, aunque parezca cosa
de chanza, aquel mismo día, bajo aquella tienda de lona y ante aquellos
testigos rudos y mal encarados, el Príncipe y la Princesa se casaron. Y su amor
fue tan grande que a él no le quedaron ya ganas de hacer la guerra, ni de
seguir enfrentado al reino vecino. Muy al contrario, y sin que su Princesa lo
supiera, decidió organizar en su honor un baile de bodas como el que no les
había dado tiempo a tener. Y a ese baile invitó a, por supuesto, al Rey que
había sido su enemigo y a todos sus más fieles vasallos y consejeros.
Sin embargo, antes
incluso de que las invitaciones pudieran ser enviadas, llegaron noticias de que
los ejércitos del reino vecino, con el mismo Rey a la cabeza, habían cruzado
las fronteras y se acercaban a la capital, sediento de venganza y de sangre.
El Príncipe, que ya no
albergaba en su corazón ni las ganas ni el ánimo necesarios para la batalla,
decidió salir a su encuentro, a convencer al viejo Rey de que, a pesar de
tantos años de disputas y luchas, había llegado el tiempo de la paz y de la
reconciliación. Pero, a pesar de las banderas blancas y de los emisarios que
anunciaban la tregua, las tropas invasoras atacaron y apresaron al Príncipe.
Cubierto de cadenas lo
llevaron ante el Rey, que le esperaba montado en un enorme corcel blanco,
sujetando en sus manos la espada larga y afilada que siempre había pertenecido
a su familia.
“Vosotros habéis
matado a mi hija, así que ahora yo he de hacértelo pagar”, bramó el viejo
monarca, blandiendo el acero sobre su cabeza.
“¿A vuestra hija?”,
preguntó extrañado en Príncipe.
“Así es”, dijo el Rey.
“Su rastro nos condujo hasta vuestro campamento. Encontramos sus zapatos, y los jirones
ensangrentados de sus ropas”.
“Yo no sé nada de
ninguna muchacha muerta…”
“Mientes”, exclamó el
Rey bajando de su caballo y alzando la espada. Y cuando el afilado mandoble se
disponía a separar la cabeza del cuerpo del Príncipe, un grito desgarrador lo detuvo
en seco.
“No lo hagas”, gritó
una voz de muchacha.
“Padre, no lo hagas”.
Al oír aquella voz, la
mano no fue capaz de sujetar la espada, que cayó al suelo, a los pies de su
dueño.
“¿Hija? ¿Hija mía?”.
“Soy yo, padre, mi
Rey. Soy tu Princesa”, dijo ella, abriéndose paso entre las tropas. “Y él es mi
Príncipe”.
Durante unos largos
segundos el Rey enmudeció. Y finalmente, sin decir palabra, corrió a abrazar a
su hija, a la que había creído muerta. Tan muerta como lo estaba su esposa. Su
reina. Entonces, acercándose al Príncipe, lo tomó de los hombros y lo abrazó
también. Enseguida la Princesa se unió a ellos, fundiéndose los tres en el más
hondo, profundo y sentido de los abrazos.
Y así, con ese abrazo,
terminó para siempre la guerra entre los dos viejos enemigos que, nueve meses
después, se unieron en uno solo, al nacer de la unión de la Princesa y el
Príncipe, en un parto corto, sencillo y sin la menor de las complicaciones, un
precioso bebé que, en un futuro, sería conocido como el Rey y Señor de los dos
reinos.
Y, ¿qué fue de la
Princesa? Pues la Princesa visitaba regularmente a su padre el Rey, que también
la visitaba regularmente a ella, fundamentalmente para malcriar al pequeño heredero.
Además, en cuanto sentía que sus ojos marchaban detrás de los vuelos de algún
pájaro, o tras la carrera de un cervatillo, la Princesa se cubría con su abrigo
hecho de toda clase de pieles y recorría los bosques, las montañas y los campos
de los dos reinos, llenándose los pulmones del aire y el alma de la libertad
que le eran tan vitales y necesarias.
FIN
Considero que esta adaptación es adecuada para niños a
partir de nueve años, a pesar de que pueda encontrarse en ella vocabulario que podrían
desconocer los lectores de dicha edad. Este hecho, en lugar de representar un
problema, me parece enriquecedor, además de por la mera adquisición de riqueza
léxica, por la posible utilización y manejo de los recursos necesarios para
dicha adquisición (diccionarios tanto en papel como digitales y on-line).
He considerado omitir el interés incestuoso del Rey por su
hija, ya que creo no es adecuado para la edad a la que iría dirigida la adaptación,
además de que, por otra parte, me parece que no aporta ningún valor real a la
narración (me refiero a valores literarios).
Lo que sí me ha parecido necesario ha sido variar el final,
y hacer partícipe al padre del mismo, ya que, de este modo, la narración “se
cierra”, convirtiendo cada elemento de la misma en parte de un todo, mientras
que en el original, por el contrario, el todo estaba formado por dos partes que
no presentaban conexión alguna a excepción del personaje que protagoniza ambas.
En este sentido, el cuanto original se me antojaba más como dos aventuras
consecutivas que le sucedían a un mismo personaje pero que, si bien si estaban
relacionadas, no formaban una unidad narrativa.